La
pregunta por el contenido de la democracia estuvo en primer plano
en el ciclo anterior de protestas que se desencadenó como
respuesta a la crisis de 2008 y a determinados contextos locales.
De Tahrir a la Puerta del Sol, de Syntagma a Plaça Catalunya o
Zuccotti Park en Nueva York, los manifestantes invocábamos una y
otra vez el significante «democracia». Pero ¿qué democracia? No
era la de los partidos, la de las cámaras de diputados clausuradas
para las necesidades y voluntad de las mayorías; era una
«verdadera», que construiría poder ciudadano contra la dictadura
financiera, los intereses particulares y los políticos
profesionales. Allí se impugnaba un sistema de representación que
no alcanzaba; una reivindicación que hoy parece aparcada ante
necesidades más urgentes: frenar el cambio climático –problema
que está ahí y cuyas soluciones parecen muy lejanas, pero que lo
modifica todo– o el ascenso de las extremas derechas y los
posfascismos, que en algunos lugares identificamos como la mayor
amenaza a estas democracias imperfectas que ayer desafiábamos.
Entonces
estábamos frente a un punto de bifurcación: si no se lograba
frenar la salida antisocial a la crisis, y si en lugar de la
profundización democrática arraigaba el miedo, llegarían los
«hombres blancos cabreados» (angry
white man)
y una parte de la población los seguiría. Pero en ese entonces no
lo sabíamos. No sabíamos que elementos como Donald Trump o Jair
Bolsonaro acabarían gobernando sus países. En esos días, el
problema era entender que, más que un conjunto de instituciones
–elecciones, partidos, Parlamento–, la democracia por la que
luchábamos estaba definida como la distribución-disolución
social de toda forma de poder, la igualdad radical en la
participación política y en la distribución de la riqueza y el
reconocimiento del poder constituyente como la fuente raíz de esta
democracia, como explica Emmanuel Rodríguez1.
Hoy en Europa ya no hablamos de esto, sino de «cordones
sanitarios» o «democráticos», es decir, grandes coaliciones que
dejen fuera a la ultraderecha, «frentes populares» y «votos
útiles para frenar al fascismo». Nada de ello profundiza la
democracia, nada de ello sirve para redistribuir más poder o
recursos, más bien todo lo contrario: es funcional a la hipótesis
conformista del mal menor. De pronto, abrimos una puerta y al otro
lado solo había un muro.
Encontramos
así dos líneas de fuerza. Una primera que dice que la democracia
es siempre imperfecta y que necesita estar continuamente haciéndose
–de ahí la necesidad de proteger con extremo cuidado el derecho
a la protesta y la contestación, a pesar de las tensiones que
pueda generar en el propio sistema–. Esta es una política que se
construye como creación, como acto de autoinstitución social, y
que determina que la única Constitución democrática es la que
experimenta «una innovación continua», en palabras de Antonio
Negri2.
Otra línea, en un sentido opuesto, asegura que la democracia debe
ser protegida como un niño frágil de la amenaza de la
ultraderecha, incluso a veces socavando sus propios principios –con
determinadas restricciones al habla pública, con nuevos delitos de
odio, con nuevas limitaciones a la protesta–, cuyo objetivo
declarado es reducir la capacidad de influencia social de estos
nuevos ultras y
dirigir toda la energía política a frenar su ascenso. Se nos
presentan como dos líneas divergentes: «si queréis democracia,
conformaros con lo existente y no pidáis más». En este sentido,
la emergencia de los posfascismos está siendo instrumentalizada
por algunos partidos para intentar revertir la crisis de
legitimidad de la política institucional, del propio proyecto
neoliberal y de sus comparsas, incluidas la fuerzas
socialdemócratas en sus vertientes social-liberales. Sin embargo,
el verdadero «frente antifascista», el único que quizás sí
tenga posibilidad de recuperar la democracia, es el que se propone
ampliarla, el que trata de dar respuestas a la crisis de
representación imaginando y dando lugar a formas políticas que
mantengan vivo el vínculo entre el poder distribuido en el cuerpo
social y las instituciones que lo sostienen, apostando por las
luchas que pueden dar lugar a una redistribución del poder y los
recursos.
Un
temblor morado
En
los últimos años se activó otro ciclo de movilizaciones con
carácter global y potencial democratizador, que tuvo su epicentro
en América Latina y los países del sur europeo, con sus propias
declinaciones o temblores en el resto del mundo: el grito
feminista. Si la propuesta de los posfascismos está articulada a
partir de los ejes de género, raza y nación, las luchas de las
mujeres son un lugar privilegiado para confrontarlos. La agenda
antigénero tiene un papel relevante en el ascenso o la presencia
pública de estas opciones ultras y
forma parte de una clara estrategia para conseguir poder
–institucional, mediático o social– que en Europa central y
oriental y América Latina es utilizado claramente para socavar la
democracia liberal. Para explicar su éxito, sin embargo, tendremos
que retroceder algo más, hasta el surgimiento del neoliberalismo y
lo que han supuesto estos 40 años de dominio, lo que han dejado
sus formas de gobierno sobre el planeta y nuestras subjetividades.
Como explica Wendy Brown, estas derechas se han alimentado de los
modos de subjetivación y de la destrucción de los mundos comunes
que ha impuesto la regulación neoliberal desde finales de los años
703.
Este aspecto micropolítico es clave en la estrategia de generar
una cultura antidemocrática desde abajo. Si sus discursos que se
basan en la libertad y la moral para justificar sus exclusiones y
ataques a la democracia, a la igualdad racial, de género y sexual,
a la educación pública y a la esfera pública, son las
privatizaciones masivas, el ataque a los derechos sociales, pero
también el asalto a la misma idea de lo social y la sociedad los
que han preparado el terreno para su emergencia. Por tanto,
defender la democracia contra los posfascismos implica en realidad
acudir a su raíz, recuperar su sustancia cuando esta se despoja de
su corsé liberal. Una sociedad es democrática únicamente cuando
reconoce que la libertad solo puede remitir a la igualdad. En
palabras de Emmanuel Rodríguez, y dicho en términos clásicos:
«Solo los iguales pueden ser libres, y solo los libres pueden ser
iguales. La república de los iguales es aquella que reconoce y
hace efectiva para todos la libertad política fundamental: la
participación en toda forma de poder explícito. Y tal condición
exige la supresión de todo privilegio». Los feminismos tienen
mucho que aportar a esta propuesta.
Pero
¿qué feminismo?
Si
nos hemos preguntado por el contenido de la democracia, no podemos
continuar sin hacerlo por el de los feminismos. Es indudable que
hoy existe un movimiento diverso con diferentes propuestas y
visiones que están relacionadas también con distintos intereses
de clase. La cuestión de cómo se concibe la igualdad dibuja la
principal demarcación. Simplificando mucho, una de las líneas de
fractura más evidente es la que divide entre quienes concebimos el
feminismo como una herramienta de transformación del sistema, que
necesariamente tiene que estar vinculada con otros procesos de
contestación en marcha –no es solo un posicionamiento teórico,
es una práctica política–, y aquellas cuyo horizonte es la
igualdad entre hombres y mujeres dentro de los marcos de lo
existente: su 50% del infierno. Este feminismo liberal concibe la
igualdad con los hombres dentro de cada estrato social pero
manteniendo la jerarquización social intacta. Y esto es así
porque la entiende como igualdad formal, de oportunidades, no como
igualdad real, material, de condiciones y posibilidades de vida.
Por ello, las medidas que propone son políticas muy centradas en
superar el «techo de cristal», pensadas para que algunas mujeres
lleguen a los lugares de poder social.
De
hecho, esta posición liberal coincide con lo que hasta hace poco
han sido las líneas fundamentales del feminismo
institucional mainstream.
Como explica Susan Watkins, el enorme empuje del ciclo feminista de
luchas de las décadas de 1960 y 1970 quedó institucionalizado
internacionalmente en un proyecto político que consistía en
incorporar a las mujeres a los estratos empresariales y
profesionales del orden existente4.
El discurso del «empoderamiento» de las mujeres desde esta
perspectiva liberal es, desde hace mucho tiempo, un mantra del
establishment global y una línea fundamental del feminismo de las
organizaciones internacionales –Organización de las Naciones
Unidas (onu), Banco Mundial, etc.–. Un proyecto vinculado a las
políticas oficiales de desarrollo que fomentaban el sector privado
y promovían la incorporación masiva de las mujeres a la fuerza de
trabajo –como mano de obra barata–; o su inclusión en la
economía formal mediante el emprendimiento a través de la
economía de la deuda y el sistema financiero –como lo hizo el
programa de promoción de microcréditos a mujeres pobres–. Así,
dice Watkins, la agenda feminista global sirvió para impulsar las
nuevas doctrinas y prácticas neoliberales. Sus principales
consecuencias han sido que los avances en la igualdad de género,
que indudablemente se han producido a escala global, hayan ido
acompañados de un aumento de la desigualdad económica y del
empeoramiento de las condiciones de vida en todo el planeta,
también en muchos de aquellos países incorporados al
«desarrollo». «Igualdad en el colapso» podría ser su lema.
Feminismo
del desborde
El
nuevo ciclo de movilizaciones feministas de los últimos años ha
desbordado completamente la agenda de paridad liberal –o
neoliberal– que había devaluado la potencia de los feminismos
como movimiento social después de la ola de los años 60 y 70,
según explica Raquel Gutiérrez Aguilar sobre la experiencia
latinoamericana5.
Algo que también podemos aplicar a los feminismos de base europeos
con un fuerte acento anticapitalista –y más presencia en el
sur–. Sorprende la fuerza del feminismo latinoamericano que ha
estado presente en las revueltas chilenas que han dado lugar a una
Convención Constitucional; la «marea verde» que ha inundado las
calles hasta conseguir el derecho al aborto en Argentina; las
feministas bolivianas que se organizaron en la Asamblea de las
Mujeres para frenar el golpe mientras declaraban su independencia
de todo gobierno. Mientras tanto, en México, la brutalidad de los
feminicidios ha desatado multitudinarias manifestaciones y
disturbios protagonizados por mujeres. Estas nuevas rebeliones que
han desbaratado la lógica del feminismo liberal se han levantado
sobre la urgencia de las vidas perdidas, los feminicidios
–#NiUnaMenos–, las violencias sexuales, pero también sobre las
muertes por abortos precarios y la imposibilidad, incluso después
de décadas de lucha, de decidir sobre la propia maternidad –la
agenda de derechos sexuales y reproductivos–. El desborde se ha
producido, según Gutiérrez, por una renovación de las claves
feministas –la ampliación de sus sujetos de lucha, sus demandas
y sus debates–, donde las movilizaciones de carácter
radicalmente autónomo han tenido un fuerte componente de
feminismos comunitarios, decoloniales y populares. Estos feminismos
renovados han sabido «superar» la cuestión sexual –o no quedar
atrapados en el pánico moral y la victimización, y la posición
de demandante de protección estatal que esta implica–. Es decir,
han conseguido conectar la lucha contra las violencias machistas
con el resto de las violencias estructurales e institucionales –de
los Estados, entre ellas las policiales– y las que se derivan de
ser pobres o de estar en prisión, además de aquellas producidas
por la explotación de la naturaleza, el extractivismo y la
explotación neocolonial de los territorios. Las luchas feministas
latinoamericanas han puesto el cuerpo en todas estas luchas que nos
recuerdan cuál es la relación entre el proceso de globalización
capitalista, el nuevo proceso de acumulación por desposesión y la
escalada de violencia contra las mujeres, líneas feministas que
vienen de autoras como Silvia Federici6 o
Maria Mies.
Para
Mies, «el capitalismo no puede funcionar sin el patriarcado, ya
que el objetivo de este sistema, es decir, el proceso de
acumulación continua de capital, no puede lograrse a menos que se
mantengan o se recreen las relaciones hombre-mujer» y lo justifica
precisamente en la necesidad que este proceso tiene del trabajo de
cuidados no remunerado7,
es decir, de la reproducción gratuita o semigratuita de la mano de
obra. De esta reflexión que hace la economía feminista sobre el
trabajo proviene la aportación política más potente y con mayor
capacidad de devolver su sentido a la palabra democracia: la de
reorganizar la sociedad a partir de la preservación y la defensa
de la vida –vidas vividas en condiciones, vidas que se abren a la
potencia del ser y no de la acumulación de beneficios–. Muchas
de las luchas más importantes de la época tienen una vertiente
reproductiva: por el derecho a la salud o la educación, a la
vivienda y otros servicios públicos, por la seguridad alimentaria,
contra la contaminación provocada por el agronegocio, contra el
cambio climático, por un cuidado digno en la vejez y buenas
condiciones para el trabajo doméstico o por la renta básica
universal… El feminismo de los últimos años las encarna, las
atraviesa o se compone con ellas.
Armar
alianzas de iguales
La
tarea de organizar la fuerza colectiva que encarne ese proyecto
solo puede partir de feminismos que no funcionen como identidad,
sino que sumen a los hombres y a las personas que no encajen en
este esquema binario en la lucha contra el sexismo y en la
reivindicación de una democracia de iguales: un proyecto de cambio
que se construya colectivamente y de forma antiautoritaria. Para
hacer esto, se han tejido alianzas prácticas en conflictos
concretos. Precisamente, una de las virtudes del feminismo
latinoamericano, dice Gutiérrez Aguilar, es que está teniendo
capacidad para conectar las luchas, por ejemplo, entre el
movimiento indígena y el movimiento feminista. Según Verónica
Gago, «hoy una revuelta, un paro, una ocupación popular,
indígena, comunitaria, al mismo tiempo tiene en su interior
perspectiva feminista»8.
Lo mismo sucede en Europa, donde las alianzas más prometedoras son
aquellas en las que el feminismo se compone con la movilización de
las personas migrantes o racializadas en su lucha contra las leyes
de extranjería, contra el racismo o por los derechos laborales de
los sectores donde abunda esta mano de obra y se dan condiciones de
hiperexplotación: trabajadoras domésticas, sector agrícola,
trabajo sexual, etc… Un nuevo sindicalismo feminista está
naciendo.
En
Estados Unidos, el feminismo también ha tenido un papel destacado
en las movilizaciones más importantes que se han producido en este
país desde la década de 1970: las de Black Lives Matter [Las
vidas negras importan], que han puesto el foco en las violencias
institucionales racistas y sexistas desde una perspectiva
antipunitiva. No en vano en este movimiento ha estado muy presente
la demanda de abolir las prisiones y «desfinanciar» a la policía
para, en su lugar, llevar educación y servicios a los barrios
pobres de mayoría afroestadounidense. Desde allí nos llegan
ejemplos de movilizaciones que trascienden los debates abstractos o
mediáticos sobre el «sujeto del feminismo» y generan alianzas
prácticas como las que se produjeron en Nueva York o Hollywood,
donde miles de personas marcharon bajo el lema «Las vidas trans
negras importan». La capacidad del feminismo para «hacer
democracia» radica pues en la posibilidad de tejer frentes
amplios, en la posibilidad de manifestarse y atravesar los
conflictos concretos que muchas veces no se identifican como luchas
«de mujeres», sino «de todos». Por ejemplo, en algunos lugares
donde las opciones de extrema derecha han llegado al poder –Brasil,
Polonia, etc.–, las manifestaciones feministas y el propio
movimiento han sido percibidos como un lugar fundamental, a veces
el principal, de oposición a los gobiernos ultras.
En Polonia, por ejemplo, en las manifestaciones por la defensa del
derecho al aborto llegaron a movilizarse sectores sociales de todo
tipo: transportistas, taxistas, en defensa de la libertad de
prensa, etc… Además, la plataforma feminista polaca All-Poland
Women’s Strike [Huelga
de mujeres de toda Polonia] amplió sus demandas más allá de las
reivindicaciones lgtbi+ y de las mujeres y acabó incluyendo
otros reclamos: derechos laborales, separación entre Iglesia y
Estado e independencia total del Poder Legislativo, como explica
Magda Grabowska9.
En todas partes, las luchas feministas con capacidad de ampliar la
democracia están junto a todos aquellos y aquellas que defienden
las libertades conquistadas que nos permiten dar batalla con más
capacidad.
¿Una
nueva fase de institucionalización?
El
feminismo se está articulando con otras luchas alrededor del mundo
y forma parte de un impulso democratizador que pone en el centro la
cuestión de la igualdad. Sin embargo, en muchos países, sobre
todo aquellos que han atravesado con más intensidad las revueltas
de valores del 68, se ha convertido también en un amplio consenso
que forma parte del sistema que se quiere cuestionar. Hoy
probablemente nos estemos enfrentando a un nuevo proceso de
institucionalización de la actual ola feminista que avanza con
intensidades diferentes según las regiones. Las grandes
movilizaciones de los últimos años han aumentado en gran medida
el capital político de mostrarse públicamente como feminista –y
no solo para la izquierda, aunque sí en especial–. Presidentas
del Fondo Monetario Internacional (fmi) o de grandes bancos se han
declarado feministas e incluso algunas líderes de partidos de
extrema derecha europeos10.
Evidentemente, esto no sucede en todas partes, en muchos países
hay guerras muy virulentas en marcha y mostrarse como feminista
tiene costos políticos y vitales importantes. Sin embargo, en
otros, el feminismo –liberal– distingue y «tiene premio»
dentro del juego de los discursos políticos de la democracia
representativa. En países europeos como España, este feminismo se
ha convertido en ideología «oficial» –parte del mainstream–
y por ello las extremas derechas pueden presentarse como
«antisistema» cuando lo confrontan. Con estas dificultades se
encuentra el feminismo de base: los ataques de los fundamentalismos
cristianos y las extremas derechas y el hecho de que sea fuente de
legitimidad y distinción para la izquierda –y buena parte de la
derecha–.
El
feminismo institucional –más allá de las políticas públicas
más tradicionales– se identifica de manera abrumadora con la
cuestión de la paridad. Este es el discurso de la presencia de
mujeres en posiciones de poder, o en posiciones de prestigio social
–nadie demanda paridad en los campos italianos o españoles donde
se hiperexplota a inmigrantes, ni en el sector de la construcción
sino, como mucho, igualdad de salario y de derechos–. Se
sobreentiende falsamente que más mujeres implica más políticas
feministas. La pregunta es: ¿qué cambia esta presencia de mujeres
en lugares de poder, más allá de las cuestiones simbólicas? ¿A
quiénes representan estas mujeres que llegan, si no a las de su
propia clase? Desde los feminismos de base respondemos que el poder
que necesitamos no es el poder de «representar» a las mujeres en
los escalones más altos de la estructura social, sino el que emana
de los proyectos colectivos, la única posibilidad real de mejorar
la vida de todas las mujeres, sobre todo de las que están más
abajo. Como decíamos, el feminismo puede ser un discurso que
distingue, que permite la integración de determinadas mujeres en
los circuitos del poder con mayúsculas –ya sean socialdemócratas
o neoliberales–. El problema al que nos enfrentamos aquí es el
de la representación: determinadas mujeres se convierten en
supuestas mediadoras entre el movimiento y las instituciones, y por
tanto, en «traductoras» en políticas públicas de la enorme
potencia desplegada por los movimientos de base. De ahí también
la obsesión por el «sujeto» del feminismo –quién puede formar
parte y quién no, sobre todo en referencia a la discusión sobre
la inclusión de las personas trans–. Muchas de las que se erigen
en vigilantes de las fronteras del feminismo son aquellas que
pretenden representar a «las mujeres» en estas instancias
estatales. Así ha sucedido por ejemplo en España. Para este
feminismo oficial, desestabilizar la categoría «mujer» pone en
peligro las políticas de afirmación positiva o de protección de
las mujeres –entendidas en gran medida como víctimas–. Este
feminismo transexcluyente asegura luchar contra el género pero en
realidad lo reafirma, porque lo ha convertido en eje de sus
demandas de inserción en las políticas estatales. Profundizando
un poco, descubrimos los hilos que permiten entender este debate
como destinado en gran medida a confrontar a ese feminismo de base
de carácter más transformador, que ha sido mayoritario en el
impulso de las movilizaciones de esta última ola y mucho más
cercano al «transfeminismo». Es decir, a un feminismo que
identifica las luchas lgtbi+ como propias, que es inclusivo
con las personas trans –y las trabajadoras sexuales– y para el
que son centrales las alianzas con otros movimientos por la
transformación social.
Aquí
nos enfrentamos otra vez con el significado profundo de la
democracia. Según Gutiérrez Aguilar, el problema con la
concepción liberal de la política no es la representación en sí,
sino cómo esta se organiza a partir de mecanismos delegativos que
separan a los gobernantes de los gobernados11.
Esta delegación ha reforzado el gobierno neoliberal del mundo a
través de una democracia que, como hemos dicho, cada vez más se
identifica con su forma procedimental, que está estructurada a
través de partidos y ultrarreglamentada, «en la cual la
representación va a ser siempre una representación en ausencia,
donde los representados están ausentes y están callados»12.
Para esta pensadora mexicana, precisamente una «política en
femenino» es una política no estadocéntrica, en tanto lo que
busca es la «producción de lo común», identificada con la
reproducción en conjunto de la propia vida. El marco es esta
impugnación de la política liberal que sitúa a los individuos
solos y aislados frente al Estado, mientras que la política de lo
común se establece a partir de la construcción de un «nosotras»
colectivo que se gesta en los lugares de encuentro, en el hacer
juntas13.
Profundizar la democracia desde el feminismo supone pues la
existencia de movimientos y movilizaciones autónomas. Formas de
componernos que no ignoren la importancia del Estado, sino que
establezcan y afirmen la posibilidad de que haya política más
allá de él. No implica desconocer los derechos alcanzados, ni
dejar de pensar en cómo usar nuestra fuerza para conseguir otros,
sino afirmar que los derechos inscritos en el Estado son totalmente
insuficientes para nosotras –e incluso que pueden debilitar los
componentes emancipatorios de las luchas–. Esto sucede por
ejemplo en un tema esencial para el feminismo: el de recuperar la
autonomía corporal frente a las agresiones. No queremos ser
reducidas a víctimas necesitadas de protección estatal, y de
hecho, no todos los cuerpos feminizados pueden recibir esta
protección –para muchos de ellos el Estado no solo no protege,
sino que es una de las principales fuentes de la violencia y
opresión que sufren, ya sean migrantes sin papeles, prostitutas o
trans–. A veces parece que olvidamos que el Estado sigue siendo
una máquina de dominación y que los derechos convergen siempre
con poderes de estratificación social y líneas de demarcación
social en modos que a veces amplían y otras veces atenúan esas
mismas dominaciones y fronteras sociales. Volviendo a Wendy Brown,
no hay que olvidar que los derechos surgieron como un medio de
protección frente a los abusos arbitrarios del soberano y del
poder social; pero también como un modo de asegurar y naturalizar
los poderes dominantes de clase, género, etc.14.
Aunque los discursos se han transformado profundamente desde el
feminismo de la década de 1970 –que todavía hablaba el lenguaje
de la liberación y que acompañaba la oleada revolucionaria del
68– y hoy se codifican cada vez más las demandas de los
movimientos en términos de derechos, el horizonte sigue siendo la
emancipación de todo poder, no la protección estatal. La
verdadera democracia se realiza en la exigencia de compartir ese
poder, no en regularlo para protegerse, recuerda Brown. Es en las
luchas por la vida, en los espacios de autonomía de lo social,
donde podemos reconocer otras formas de política no liberales –de
democracia directa–, ya sean indígenas, feministas, del
sindicalismo social, por los bienes comunes, espacios de apoyo
mutuo, cooperativas u organizaciones políticas de base. Es decir,
que no están organizadas a través de mecanismos de delegación.
Un movimiento de base fuerte tiene además la capacidad de
reconstruir la ruptura del lazo social impulsada por el
neoliberalismo que, como decíamos, ha posibilitado el arraigo de
las ideas posfascistas. La organización por abajo, la que hace
continuamente la democracia, es la mejor barrera para frenar su
avance.
Por
tanto, no necesitamos que hablen por nosotras y no todas las
revueltas son traducibles en términos legislativos, sino que sus
experiencias producen experiencias «no representables»: espacios
de autosostenimiento de la vida que generan alternativas sin
esperar la sanción estatal; espacios y prácticas que abren
caminos posibles para imaginar y llevar a cabo salidas a la crisis
ecológica o social; lugares donde elaborar sentidos y lenguajes
comunes necesarios para transformar la sociedad y la cultura. En
las luchas feministas de los últimos tiempos, vislumbramos esta
exigencia de ir más allá de la democracia representativa, de
hacerla «real».